9.11.09

El "peligro" de las redes sociales, ¿es algo nuevo?


Nos llueven a diario noticias sobre las cosas tan malas malísimas que nos pueden pasar si no usamos las redes sociales con cabeza. La penúltima, la semana pasada, nada menos que con la autoridad de una reunión de "hackers" en Barcelona. (Hago un inciso: no sé si será por el "efecto Salander" o por qué, pero los "hackers", que no hace mucho eran algo así como unos diablos ahora parecen ser una suerte de querubines cibernéticos. Ahora los malos son los "crackers", con nombre de aperitivo salado). ¡Cuidado con lo ponemos ahí! ¡Nada está a salvo! ¡Todo es vulnerable! ¡Nuestros datos más íntimos, nuestras fotos enseñando la barriga y el vello de la espalda están al alcance de cualquiera...!

Para no ser reiterativo, no me explayaré con la que he llamado "brecha digital pavorosa" que estas informaciones podrían provocar (posiblemente sin quererlo) y a la que me referí en el mensaje anterior a éste. Sí que voy a insistir, porque creo que en algún otro foro he hablado de ello, de lo absurdo que me parece temer esto y no pensar en la cantidad de empresas que tienen nuestros datos y que hacen con ellos, muchas veces, lo que quieren.

Para ilustrarlo voy a contar dos historias. La primera data de ese periodo jurásico en el que Internet era aún un mero secreto militar estadounidense. Yo siempre he sido aficionado a la filatelia, de pequeño deseaba que llegase la Navidad, entre otras muchas cosas, para recolectar los sellos que venían con las felicitaciones o "christmas" (esos que, como a la estrella de la radio, mataron el correo electrónico y las redes sociales). Me daba una envidia terrible un compañero cuyo padre era conserje en un Ministerio y que recibía auténticas remesas de sellos provenientes de la profusa correspondencia oficial allí recibida. Así que cuando un día vi en una revista un anuncio de cierto club filatélico (nada que ver con el tristemente célebre Fórum Filatélico) que, mes a mes me enviaría a casa sellos de todo el mundo con los que conformaría una magnífica colección, no dudé en apuntarme tras obtener el permiso correspondiente de mis padres. Al cabo de un tiempo, harto de recibir estampitas de Guinea Ecuatorial cuya impecable factura me hizo sospechar de su autenticidad, me dí de baja.

Cuál no sería mi sorpresa cuando empecé a recibir en casa publicidad a mi nombre (yo era entonces un chavalín y no era habitual) de enciclopedias, clubes de todo tipo (entre ellos uno de fotografía del que me llegó una carta casi indignada porque no les mandaba carretes para revelar) y demás futesas que tenían todas en común llevar el número de socio que se me había asignado en el club filatélico de marras. Evidentemente, mis datos habían pasado por mil manos, como la "farsa monea", pero en este caso sí que se los habían "quedao".

La segunda historia es mucho más reciente. La empresa que me suministra el agua es el Canal de Isabel II. Un día recibí una carta suya en la que se me decía que si no indicaba por escrito mi opinión contraria (y entonces sí que estábamos de lleno en la era de Internet), cederían todos mis datos en su poder a no sé que empresa de mercadotecnia para que me pudiera enviar toda la publicidad que le diera la gana. Por supuesto les contesté que les negaba mi permiso y a la vez protesté porque una medida de ese tipo me parecía indigna: ¿Cuántas personas mayores -y no tan mayores- no contestarían y verían así sus datos "vendidos"? ¿No sería lo normal pedir nuestro permiso por escrito y no recurrir al "quien calla otorga"?

Por tanto, los atropellos cometidos con nuestros datos no son un invento de la era de Internet. Tal vez la tecnología favorezca el trapicheo, pero no lo ha creado. No pensemos que hemos descubierto las sopas de ajo.

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